…y éste era el propósito del experimento:
lanzar emisarios en el tiempo con el fin de
pedir ayuda al pasado y al futuro para el
rescate del presente.
A menudo nos detenemos en la orilla de la eternidad sin saberlo. A mí me sucedió una madrugada lluviosa en una cafetería. Debía ser más de las tres de la mañana. Había llegado ahí por casualidad, nunca me detengo en esos restaurantes que permanecen abiertos durante toda la noche, como para espantar vampiros y turbias intenciones. Esos lugares, frecuentados por ancianas que padecen insomnio, empleados que tratan de bajarse la borrachera a golpe de café, grupos de Alcohólicos Anónimos o muchachos que comienzan a descubrir los misterios de la noche, siempre me han provocado una sensación de soledad sórdida y sin escapatoria. Sin embargo aquella noche llovía estrepitosamente sobre la ciudad, venía llegando de un viaje largo y cansado, así que resolví detenerme a tomar algo caliente antes de llegar a casa.
Al cabo de unos minutos, mientras escuchaba el tintineo de las cucharas, las voces de los comensales, los pasos cansinos de las meseras vestidas de blanco que por alguna razón me parecieron enfermeras, noté que un hombre de rostro vagamente familiar me observaba con insistencia. Vestía una gabardina raída y de su cuello colgaba una corbatita negra muy delgada, como de empleado de funeraria. Cuando se acercó a mi mesa con la intención de conversar, un vago presentimiento de haber vivido aquella misma situación en otras ocasiones se apoderó de mí de una manera tan intensa, que de pronto fue como si estuviera en un sueño repentino.
–¿Puedo sentarme? Es preciso que hablemos – Dijo el desconocido en un todo que sonaba de manera tan imperativa que no pude sino ponerle atención.
–Lo escucho – Respondí al tiempo que inclinaba la cabeza invitando al sujeto a sentarse – ¿De dónde lo conozco?
–Usted todavía no me conoce – Respondió el otro esbozando una leve, casi irónica sonrisa – En este preciso instante, en el lugar de donde vengo, usted se está muriendo.
–No comprendo… – “debe ser un loco”, pensé. Me asaltó de repente el impulso de dejar un billete sobre la mesa y salir corriendo de ahí, pero algo, nunca sabré qué, me contuvo.
–Vengo del futuro – continuó hablando de manera natural, como si estuviera conversando acerca del clima –. En este momento, aquí, en este lugar, usted no es más que un recuerdo…
–Esto es una broma o qué… –. Esto es muy serio. Su rostro cambió por completo. Por su apariencia, el desconocido podía ser un vendedor de biblias o de seguros de vida, de esos que te dicen que traen un mensaje muy importante para ti. Bien mirado era un ser realmente inofensivo: bajito, delgado, de rostro carcomido. Sin embargo, temeroso de alguna reacción desfavorable si lo rechazaba, lo dejé continuar.
–Es preciso que entienda que no vine a cambiar su vida ni a transformar en modo alguno su destino – era como si me estuviera leyendo el pensamiento –, pero su última voluntad, poco antes de entrar en coma, fue que viniera a verlo y le dijera que usted, ahora, en este preciso momento, no es más que un recuerdo…
Lo miré de un modo tan desconcertante que el extraño tocó mi brazo para tranquilizarme. El contacto con aquella mano cetrina, pequeña, casi infantil, me provocó un súbito desasosiego, un escalofrío, como si de algún modo aquella presencia no debiera estar ahí.
–Intentaré explicarme – prosiguió al tiempo que encendía un cigarrillo y aspiraba la primera bocanada con fruición – ¡Ah… estas cosas no se permiten en el hospital…! A veces los más pequeños placeres son lo único que recordamos – se buscó algo en los bolsillos interiores de la gabardina hasta que sacó un papel cuidadosamente doblado –. Usted me pidió que le entregara esto.
Extendí el papel. Inexplicablemente reconocí en aquellos garabatos mi propia letra. Leí entre dientes.
Al cabo de unos minutos, mientras escuchaba el tintineo de las cucharas, las voces de los comensales, los pasos cansinos de las meseras vestidas de blanco que por alguna razón me parecieron enfermeras, noté que un hombre de rostro vagamente familiar me observaba con insistencia. Vestía una gabardina raída y de su cuello colgaba una corbatita negra muy delgada, como de empleado de funeraria. Cuando se acercó a mi mesa con la intención de conversar, un vago presentimiento de haber vivido aquella misma situación en otras ocasiones se apoderó de mí de una manera tan intensa, que de pronto fue como si estuviera en un sueño repentino.
–¿Puedo sentarme? Es preciso que hablemos – Dijo el desconocido en un todo que sonaba de manera tan imperativa que no pude sino ponerle atención.
–Lo escucho – Respondí al tiempo que inclinaba la cabeza invitando al sujeto a sentarse – ¿De dónde lo conozco?
–Usted todavía no me conoce – Respondió el otro esbozando una leve, casi irónica sonrisa – En este preciso instante, en el lugar de donde vengo, usted se está muriendo.
–No comprendo… – “debe ser un loco”, pensé. Me asaltó de repente el impulso de dejar un billete sobre la mesa y salir corriendo de ahí, pero algo, nunca sabré qué, me contuvo.
–Vengo del futuro – continuó hablando de manera natural, como si estuviera conversando acerca del clima –. En este momento, aquí, en este lugar, usted no es más que un recuerdo…
–Esto es una broma o qué… –. Esto es muy serio. Su rostro cambió por completo. Por su apariencia, el desconocido podía ser un vendedor de biblias o de seguros de vida, de esos que te dicen que traen un mensaje muy importante para ti. Bien mirado era un ser realmente inofensivo: bajito, delgado, de rostro carcomido. Sin embargo, temeroso de alguna reacción desfavorable si lo rechazaba, lo dejé continuar.
–Es preciso que entienda que no vine a cambiar su vida ni a transformar en modo alguno su destino – era como si me estuviera leyendo el pensamiento –, pero su última voluntad, poco antes de entrar en coma, fue que viniera a verlo y le dijera que usted, ahora, en este preciso momento, no es más que un recuerdo…
Lo miré de un modo tan desconcertante que el extraño tocó mi brazo para tranquilizarme. El contacto con aquella mano cetrina, pequeña, casi infantil, me provocó un súbito desasosiego, un escalofrío, como si de algún modo aquella presencia no debiera estar ahí.
–Intentaré explicarme – prosiguió al tiempo que encendía un cigarrillo y aspiraba la primera bocanada con fruición – ¡Ah… estas cosas no se permiten en el hospital…! A veces los más pequeños placeres son lo único que recordamos – se buscó algo en los bolsillos interiores de la gabardina hasta que sacó un papel cuidadosamente doblado –. Usted me pidió que le entregara esto.
Extendí el papel. Inexplicablemente reconocí en aquellos garabatos mi propia letra. Leí entre dientes.
Nada nos impide pensar que sólo somos recuerdos. Alguien, más allá del tiempo, un anciano que baraja viejas fotos y las pone en movimiento en la vetusta máquina de su cerebro, nos recuerda minuciosamente en cada uno de nuestros actos, y éstos, suponemos, conforma nuestra vida actual. He pensado en esta hipótesis en apariencia trasnochada y he llegado a la conclusión de que no soy sino vaga memoria. Mi presente, el presente, es ilusorio y su naturaleza se escapa a cada instante. Si recupero un fragmento de mi infancia, si de pronto se aparece en mi memoria una imagen de mi pasado, de alguna forma la estoy volviendo a vivir. Basta con rememorar un solo acontecimiento para que todo vuelva a suceder puntualmente. Hoy soy sólo memoria y mis acciones son tan definitivas como frases que hoy escribo, un día recordaré las frases que hoy escribo, un día volveré a leérselas y recordaré el estupor, la humillación que ahora siento al darme cuenta de que sólo soy un recuerdo. Nada ha sido: el pasado, como el futuro, se adivinan.
Todo a mí alrededor parecía difuminarse, disolverse lentamente, como un filme a punto de quemarse en un cine vacío.
Todo a mí alrededor parecía difuminarse, disolverse lentamente, como un filme a punto de quemarse en un cine vacío.
–No entiendo… – me quedé pensando unos segundos hasta que acerté a formular mi pregunta –: si yo soy sólo un recuerdo y si esto es real, ¿cómo es que usted ésta aquí?
–Yo también soy el recuerdo de alguien que rememora nuestro encuentro. Usted mismo lo escribió en ese papelito: el pasado y el futuro se adivinan… A veces es posible cambiar un evento de nuestro pasado, modificarlo. Ahora mismo, por ejemplo, estoy en la misma habitación de hospital en la que usted se encuentra, concentrándome, recordándome tal y como era el pasado, más o menos por estas fechas, buscando un posible encuentro y sólo he podido dar con usted, amigo mío, en esta cafetería, a estas horas de la madrugada, en este islote solitario del tiempo. En el intrincado laberinto de los días pasados y por venir usted y yo sólo podíamos coincidir hoy, aquí, a estas horas.
Lo miré con desconfianza y casi con espanto.
–Yo también soy el recuerdo de alguien que rememora nuestro encuentro. Usted mismo lo escribió en ese papelito: el pasado y el futuro se adivinan… A veces es posible cambiar un evento de nuestro pasado, modificarlo. Ahora mismo, por ejemplo, estoy en la misma habitación de hospital en la que usted se encuentra, concentrándome, recordándome tal y como era el pasado, más o menos por estas fechas, buscando un posible encuentro y sólo he podido dar con usted, amigo mío, en esta cafetería, a estas horas de la madrugada, en este islote solitario del tiempo. En el intrincado laberinto de los días pasados y por venir usted y yo sólo podíamos coincidir hoy, aquí, a estas horas.
Lo miré con desconfianza y casi con espanto.
–Todo esto es parte de un experimento – prosiguió con un tono que trataba de ser tranquilizador y que en realidad se volvía cada vez más inquietante –. Usted y yo, en el futuro, hemos logrado sumergirnos en nuestra memoria, accediendo a instantes perdidos, tratando de recuperar un poco de lo que hemos dejado atrás para siempre, como este cigarrito, o el sabor del café: placeres que ya nos han sido vedados. Entre todos los avatares posibles de nuestra existencia, éste era el único momento en que podíamos encontrarnos… – guardó silencio unos segundos y continuó hablando de manera hipnótica –. Dentro de unos días sucederán cosas muy importantes en su vida, cosas tan trascendentales, que toda esta conversación será olvidada. Será como si nunca hubiese sucedido esta noche.
–Pero entonces, ¿qué casó tiene todo esto?
–Esto es Sólo un ensayo, se lo repito. Quería hacer contacto, eso es todo. Digamos que usted ha hecho lo mismo por mí y que yo le debo a usted este encuentro. Si usted, ahora, en el recuerdo, no me cree, es su problema – fumó una larga y profunda bocanada de un cigarro y prosiguió –… Esa mujer en la que tanto piensa ahora, Soledad – cuando dijo su nombre me recorrió un intenso escalofrió, una suerte de pánico –, no debe dejarla ir. No desperdicie así su vida. Lo que pierda ahora reaparecerá dentro de muchos años bajo la forma de la nostalgia, de lo que nunca fue, sólo para decirle que perdió el tiempo de una manera miserable y que terminó por arruinar su existencia. La decisión que tomó usted… perdón… que está a punto de tomar: quedarse solo, no hacer esa llamada, no lo llevará a nada bueno. Dentro de unos años se arrepentirá, pero ya habrá sido demasiado tarde. Le esperan días vacíos, continúas inmersiones en el caos. La secuencia de acontecimientos que se desate de su decisión de no hacer esa llamada lo conducirá a un destino terrible. Omito los detalles porque espero que nada de lo que sé que le ha pasado llegue nunca a sucederle, usted y yo no volvamos a encontrarnos, que nunca exista ese fragmento del futuro en que dos ancianos intentan cambiar sus vidas en un hospital deprimente.
–Pero si usted puede venir a decirme esto – intenté razonar –, ¿por qué no puedo venir a decírmelo yo mismo?
–Porque, le repito, usted ha entrado en coma, ahora mismo se encuentra en el ala de los enfermos terminales. Su mente ya está demasiado lejos como para aventurarse en el pasado. Le repito: yo sólo le estoy pagando un favor. Gracias a usted mi vida ha cambiado por completo.
Guardamos silenció unos instantes. El extraño apagó su cigarrillo en el cenicero, se incorporó lentamente, se alisó el cuello de la gabardina, hizo un gesto de despedida y desapareció tras la puerta del café en la lluvia de la madrugada.
–Pero entonces, ¿qué casó tiene todo esto?
–Esto es Sólo un ensayo, se lo repito. Quería hacer contacto, eso es todo. Digamos que usted ha hecho lo mismo por mí y que yo le debo a usted este encuentro. Si usted, ahora, en el recuerdo, no me cree, es su problema – fumó una larga y profunda bocanada de un cigarro y prosiguió –… Esa mujer en la que tanto piensa ahora, Soledad – cuando dijo su nombre me recorrió un intenso escalofrió, una suerte de pánico –, no debe dejarla ir. No desperdicie así su vida. Lo que pierda ahora reaparecerá dentro de muchos años bajo la forma de la nostalgia, de lo que nunca fue, sólo para decirle que perdió el tiempo de una manera miserable y que terminó por arruinar su existencia. La decisión que tomó usted… perdón… que está a punto de tomar: quedarse solo, no hacer esa llamada, no lo llevará a nada bueno. Dentro de unos años se arrepentirá, pero ya habrá sido demasiado tarde. Le esperan días vacíos, continúas inmersiones en el caos. La secuencia de acontecimientos que se desate de su decisión de no hacer esa llamada lo conducirá a un destino terrible. Omito los detalles porque espero que nada de lo que sé que le ha pasado llegue nunca a sucederle, usted y yo no volvamos a encontrarnos, que nunca exista ese fragmento del futuro en que dos ancianos intentan cambiar sus vidas en un hospital deprimente.
–Pero si usted puede venir a decirme esto – intenté razonar –, ¿por qué no puedo venir a decírmelo yo mismo?
–Porque, le repito, usted ha entrado en coma, ahora mismo se encuentra en el ala de los enfermos terminales. Su mente ya está demasiado lejos como para aventurarse en el pasado. Le repito: yo sólo le estoy pagando un favor. Gracias a usted mi vida ha cambiado por completo.
Guardamos silenció unos instantes. El extraño apagó su cigarrillo en el cenicero, se incorporó lentamente, se alisó el cuello de la gabardina, hizo un gesto de despedida y desapareció tras la puerta del café en la lluvia de la madrugada.
Las cosas a mi alrededor: las tazas, los platos, los demás comensales, las meseras, la calle afuera, adquirieron una extraña cualidad fantasmal. De pronto pensé que la ciudad, el mundo mismo, no era sino el recuerdo de miles, millones de personas que echan a andar el presente. Ser un recuerdo, un evento que ha ocurrido en el pasado, me pareció tan desconcertante como ser un sueño, un fantasma, una ilusión. Estaba atrapado en un recuerdo increíblemente detallado: podía ver el lunar en el cuello de la mesera, o las venas azulosas que comenzaban a insinuarse en el dorso de la mano, o las gotas de la lluvia que brillaban en el ventanal del café y que eran una especie de firmamento en miniatura. Yo mismo no era sino apenas unas cuantas moléculas atrapadas en la memoria de un anciano moribundo. De regreso a casa volví a leer el mensaje, repetí la última frase escrita por mí en un futuro que no podía permitir que sucediera. Nada ha sido: el pasado, como el futuro, se adivinan, luego lo rompí en minuciosos pedacitos. Amanecía. Descolgué el teléfono y me atreví a llamarle. Despertaba.
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Es la primera vez que leo este cuento. Cuando leí mi nombre me recorrió un intenso escalofrío, una suerte de pánico. Nuestro amor queda en mí, hasta que yo también muera. Aunque ahora me ilusiono, seguramente en vano, con la eternidad.
ResponderBorrarSoledad.