Más como voy a escaparme
te voy a contar un cuento…
Los Tigres del Norte.
te voy a contar un cuento…
Los Tigres del Norte.
Un intenso calor y un tufo a tiempo avinagrado me saltaron al rostro cuando abrí la puerta. Cegado por la repentina penumbra del salón, avancé indeciso hacia la barra, cuyas líneas se dibujaban poco a poco frente a mí.
Aquella cantina, semioculta entre los comercios y carteles de la avenida, era ideal. Sentí las miradas curiosas de los presentes, sumergidos en conversaciones desganadas, recorrerme de manera mecánica a través del humo de cigarro y los resuellos de acordeón. Devorada por la ciudad, aquella anciana taberna era uno de los últimos sobrevivientes de su casta pura, antigua reina nocturna de la hoy gran ciudad, cimiento herrumbrado de nuestras noches perdidas. La presencia de tipos como yo en aquel sitio, eso lo sabía yo desde había mucho tiempo, no era común. Pero era mejor así; mejor para el reencuentro, mejor para el olvido. El cantinero, de bigote y mirada plácida, me recibió con una sonrisa y me sirvió de inmediato el tequila que le pedí con una sonrisa y me sirvió de inmediato el tequila que le pedí con voz firma. Me empujé el tequila de un trago y un calor rugoso bajó mi cuerpo, plantándome de golpe sobre el piso cubierto de tierra y escupitajos. Unos segundos después, comencé a sentirme mejor.
Hacía ya mucho tiempo que no visitaba un sitio como aquél. Desde mis primeras experiencias adolecentes, a la conquista del pequeño pero intenso mundo en que nací; desde aquellas excursiones de reconocimiento, de impaciencia ante aquel tiempo sin prisa, no había vuelto a frecuentar las cantinas. Ahora me bastaban las reuniones y cenas en casa de los amigos, y una que otra vez algún bar de moda. Encontrar la cantina perfecta no había sido fácil: Había sido necesario pedir vergonzosas recomendaciones. Pero no me importaba. La vista de esa noche sería un redescubrimiento, un reencuentro. Afirmando esta convicción erguí mi cuerpo, como insistiendo en mi callada presencia en aquel sitio extrañamente familiar. Como no sabía qué hacer, no pedí otro tequila. De nuevo la inmóvil sonrisa del cantinero. Dejé el vaso vació sobre la barra y me volví para observar el salón. Las miradas poco a poco se desinteresaban sobre mí, volvían a buscarse entre ellas. Aquí y allá aparecían pequeños grupos de hombres sentados bajo su pequeña nube de humo, el camello hecho un lodazal entre el sudor de la jornada bajo el sombrero. Sus voces eran lentas, sus pieles duras, su presencia ambigua. Sus rostros lucían cansados, como inmersos en un aburrimiento que ya no tenía sentido. Los imaginé enfrascados en la repetición de una conversación ya muchas veces sostenida.
A medida que me sentí desapercibido me dejé envolver por aquel ambiente. Una gota de sudor terminó de formarse sobre mi sien y se descolgó en un hilo lento y frio. La sequé con la manga de la camisa, y junto con ella me saqué el ardor que arrastraba desde la calle, que a esa hora era un incendio despoblado. El mismo olor que en un principio me fue hostil se tornó fresco y amigable. Llené gustoso mis pulmones. Ahora me sentía relajado. El malestar inicial de mis zapatos tenis y la camisa de vivo color azul se disolvieron en la humedad de la atmósfera caliente. Sin embargo, no iba a ser tan fácil. Apenas me relajaba mucho cuando me volvió el recuerdo. Su recuerdo. Era aún muy confuso, y lo único claro era ese malestar insoportable y recurrente que me revolvía el estómago. Gloria ¡Me lleva…! Toda aquella situación era, sencillamente, una estupidez. Pero no pensaba ceder. Me había propuesto no pensar en ello; estaba ahí para olvidar. Buscando desviar mi atención, me esforcé en identificar la música que salía desde el fondo del salón, del acordeón oculto como un fantasma detrás de la cortina de humo. La vaguedad del sonido, confundido entre el rumor de las conversaciones, me hacía difícil identificar la melodía, pero no me quedó duda que se trataba de un corrido. Un hombre de voz difícil entonó unos versos que fueron celebrados por la concurrencia con gritos y manotazos sobre las mesas metálicas. Tampoco reconocí aquellos versos. Los corridos que conocí mucho tiempo antes, y que tanto me habían gustado, comenzaban ya a borrarse de mi memoria. Los años y las modas nos habían distanciado. A gloria no le gustaban, por toscos, decía ella. Los boleros, esos sí que le llegaban. A veces sin motivo comenzaba a cantarlos muy quedito con su voz suave, delgadita…
¿Otro tequila, compa?, me preguntó el cantinero sacándome la oscuridad donde yo insistía en meterme. Mejor una chela, hace calor, contesté. En su sonrisa creí percibir cierta complicidad. Dos segundos después una botella escarchada de Pacifico Humeó sobre la madera de la barra. Buen tipo, este cantinero. Me inspiraba confianza; por un momento lo percibí, casi sin darme cuenta, como mi punto de contacto con aquel mundo tan cercano y distante a la vez. Sería sin duda el dueño de aquel lugar. Lo imaginé metido desde siempre detrás de aquella barra, atendiendo bebedores de toda condición y alcance, escuchando las historias más inauditas. Sabía tratar a sus clientes, pero sobre todo tenía ángel, tenía esa simpatía. Hay gente así, como Gloria… ¡Vuelta la burra al trigo! ¡Me lleva…! Decidí darme unos segundos para cerrar el tema, encararme y reprimir mi propia cobardía. Se me ocurrió que quizá me dolía más mi incapacidad para enfrentar la situación, que el hecho de que aquel tipo, apenas llegado a la ciudad, en tan poco tiempo… No. Una estupidez. Ella no entendía. Terminaría por volver… La frase resonó en mis oídos pronunciada por mi propia voz. Ajena. Extraña. Un intenso asco recorrió mi cuerpo.
“Ahí llegó un fulano”, dijo un hombre que no vi acercarse, los codos apoyados sobre la barra, a mi lado. Vestía guayabera blanca y se dirigía al cantinero con mucha discreción. Su voz era tan dura como su olor; su actitud nerviosa. Desvié la mirada para no ser indiscreto. Giré con actitud distraída la botella entre mis manos sudadas. En esa posición puede distinguir cómo el cantinero estrechaba un vistazo experto hacia uno de los extremos de la sala. Casi de inmediato volví la mirada a los tarros que secaba mecánicamente. “Vino a jugar con Martín”, agregó el hombre, arrastrando la voz en un susurro. El cantinero adelgazó la mirada penetrando los ojos del hombre de la guayabera, que parecía esperar una respuesta. Pero la respuesta nunca llegó. La escena se sostuvo el tiempo que llevó al cantinero secar dieciséis tarros con tres giros exactos de muñeca, y se disolvió cuando el cantinero se volvió para acomodarlos en la estantería detrás de él. Me sentí descubierto. Giré lentamente hacia el extremo de la sala en cuestión. Por entre la nube de humo y voces pude distinguir a un hombre, sentado solo con un mazo de cartas entre las manos, mirada fija en algún punto perdido sobre la mesa, el rostro semioculto bajo el ala del sombrero. Éste sería Martín, y no parecía percatarse del hombre polvoriento que se acercaba a él por entre las mesas:
-Oye, Martín. ¿Nos echamos una manita de póker? Aquellas palabras penetraron mi memoria. Mi mente se detuvo deslumbrada ante el abrupto despertar de una realdad perdida. El escalofrío sacudió los rincones más empolvados de mi cuerpo, tocando las raíces olvidadas de u na anciana angustia, de una antigua turbación que en el momento no comprendí, pero que identifiqué enseguida. Lo supe: Martín diría que sí. Los dos hombres se enfrascarían en una feroz partida que iba a convertirse en aquella dramática leyenda, aquella terrible historia que nos marcó desde jóvenes, la epopeya que doblaría los corazones de hombres duros. El famoso corrido que los haría inmortales. Y yo era testigo de todo aquello. Todos lo éramos. Martín levantó la mirada luego de unos segundos, sereno, como si el tiempo le perteneciera. Pronunció aquellos versos cuyo eco percibió aún desde mi infancia, e invitó al destino a tomar asiento a su mesa. El paso estaba dado. La leyenda cobraría vida frente a mis ojos.
Incrédulo, miré alrededor. En el salón, todo aparecía como antes. Los pequeños grupos permanecían inmutables en sus metas. Sólo distinguí, por aquí y allá, tímidas miradas por encima del hombro hacia la mesa del rincón, mal iluminada y separada del resto de la cantina por una especie de halo intemporal. El evento había esperado cierta expectativa, pero era como si de pronto nadie supiera nada sobre el destino de Martín. Todos ignoraban, o fingían hacerlo, el tráfico final de la historia que acababa de desencadenarse frente a nosotros. Un grupo de niños hervía bajo el calor callejero, asomando sus caritas por una alta ventana, buscando la mesa de Martín. De alguna forma la voz se había corrido.
Martín y el recién llegado se sentaron frente a frente. Sin dirigirse la palabra iniciaron el juego, midiéndose con la mirada. Ambos parecían tranquilos. Se habrían dicho que eran un par de amigos matando el tiempo mientras pasaba la canícula. Sin embargo, en sus miradas había un brillo especial. Martín, con el sombrero puesto, el rostro inexpresivo, se concentraba en el juego. En aquella figura encontré algo familiar. Yo lo conocía, lo veía ahora y lo recordaba en los versos de aquel corrido. Tuve la sensación de que en algún momento él levantaría el rostro, me miraría directo a los ojos y saludaría con una inclinación de cabeza, como reconociendo a un antiguo amigo vecino. Sí. Era el mismo Martín. Entregado, valiente, apasionado a su manera. Plantado frente a su adversario, seguro de su deber, de su destino. Pero Martín no me reconocería. Ni a mí ni a nadie. Ajeno a aquella sofocada realidad, sus ojos registraban cada movimiento de los naipes sobre la mesa, calculaban en el aire. Su actitud mostraba una voluntad de hierro, una pasión rebelde tenía a raya con disciplina y entereza. Me era imposible no ponerme de su lado, imposible no simpatizar con aquella forma de entregarse sin reservas en un acto que él mismo eligió supremo. En mi interior se gestaba ya, alimentado por la angustia que aquella historia me causaba, por una exigencia que brotaba desde mi sangre la más espesa y caliente, un sentimiento solidario, de identificación hacia el tahúr.
Me volví con angustia hacia la barra. Sin proponérmelo busqué al cantinero, deseé ver alguna respuesta en su mirada. Pero él me miró distante y enmudeció con un mensaje que era casi de lástima. Debí hacer algún gesto. Debí abrir la boca o mirarlo con una pregunta en los ojos, pero antes de poder decir nada, él anticipó otra humeante botella oscura: “tómese otra, amigo, hoy hace un calor del demonio#. Y descartó cualquier posible dialogo. Se alejó después hacia al extremo de la barra, donde el tipo de la guayabera empequeñecería arrinconado frete a un vaso vació.
El acordeón del fondo había callado. El rumor de las voces se volvía insoportablemente monótono mientras las imágenes, las palabras, el ritmo de aquel corrido invadían mi pensamiento con una tormentosa claridad. Pude ver cómo el tiempo avanzaba sobre nosotros, pregonando sus vejaciones, escupiéndonos su desprecio, mientras las conversaciones se repetían por enésima vez en un canon monocorde e infinito. De pie y estúpidamente inmóvil, deseé desde mi más profunda voluntad que esta vez Martín venciera. No al adversario, no al juego; al destino, a su leyenda. Deseé que Martín pudiera escapar para siempre de las cartas, de la vida, de aquel corrido, del trágico final que se acercaba inexorable. Pero quien no juega no gana, y a Martín le gustaba ganar. Doblar siempre la apuesta. Martín lo sabría. En su momento, cuando sintiera el golpe de suerte, cuando tuviera una buena mano, apostaría fuerte, muy fuerte, no podía hacerlo de otra forma, y entonces… algún día tenía que terminar.
Tomé mi botella de cerveza y avancé lentamente sin saber bien hacia dónde. Crecía en mí la conciencia de que no podía permanecer ahí, de pie en medio de aquella nube agria presente y ausente, sin hacer algo por evitar la tragedia. Me aproximé con disimulo hacia el rincón donde Martín seguía concentrado en los naipes. Escuché a mis espaldas la voz del cantinero. Tuve la convicción de que se dirigía a mí, y entonces lo ignoré. De alguna forma, todo lo que me rodeaba se había convertido en cómplice del destino contra mí. Contra Martín. Tres parroquianos me miraron con desconfianza cuando me acerqué a su mesa. Sus duras pupilas me siguieron acuosas mientras pasaba junto a ellos. Su recelo me inyectó valor. Supe que estaba haciendo lo correcto. Debía ayudar a Martín. Él era incapaz de ver su situación, no podía. Todo su ser se centraba en aquella partida. En aquella mano, como en tantas otras anteriores, se concentraba su vida entera.
Comencé a creer que podía cambiar la letra de aquel corrido. Tenía ahora el valor, el tiempo, la voluntad. Ahora no podía suceder. Yo estaba ahí para prevenir a Martín. Yo no lo dejaría solo. ¿Su mujer? No. Esta opción no entraba en su código. Pero el destino no es tan honesto como Martín; guarda siempre cartas bajo la manga. Él es el traidor que tiende la trampa, acorrala, sabe que Martín no rechazará el reto. Antes, se jugará todo. Aquella idea, aquella terrible idea, sólo un as bajo la manga del destino. Martín merecía un mejor final, aun si eso significaba privar de su leyenda la posteridad. Sí, al carajo su leyenda. Al carajo también la morbosa sed de héroes de todos aquellos que fingían pasar el tiempo, mientras en realidad abandonaban a Martín, lo dejaban morir para luego comer de él como bestias carroña. Aceleraba el paso hacia la mesa del fondo, más decidido que nunca, cuando un sobrecogimiento ambiguo, un gemido seco en el pecho de Martín, el terror en sus ojos, me hicieron saber que el tiempo se me terminaba. Marín mostraba entre sus dedos su póker de reyes, aquél que a sus ojos lo autorizaba a ir más lejos de los que jamás soñó, a apostar aun después de haberse jugado todo; la tentación despiadada, la inyección de soberbia; jugarse a su esposa. En las manos de su contrincante se destapaban cuatro ases. Martín perdió todo.
Hacía ya mucho tiempo que no visitaba un sitio como aquél. Desde mis primeras experiencias adolecentes, a la conquista del pequeño pero intenso mundo en que nací; desde aquellas excursiones de reconocimiento, de impaciencia ante aquel tiempo sin prisa, no había vuelto a frecuentar las cantinas. Ahora me bastaban las reuniones y cenas en casa de los amigos, y una que otra vez algún bar de moda. Encontrar la cantina perfecta no había sido fácil: Había sido necesario pedir vergonzosas recomendaciones. Pero no me importaba. La vista de esa noche sería un redescubrimiento, un reencuentro. Afirmando esta convicción erguí mi cuerpo, como insistiendo en mi callada presencia en aquel sitio extrañamente familiar. Como no sabía qué hacer, no pedí otro tequila. De nuevo la inmóvil sonrisa del cantinero. Dejé el vaso vació sobre la barra y me volví para observar el salón. Las miradas poco a poco se desinteresaban sobre mí, volvían a buscarse entre ellas. Aquí y allá aparecían pequeños grupos de hombres sentados bajo su pequeña nube de humo, el camello hecho un lodazal entre el sudor de la jornada bajo el sombrero. Sus voces eran lentas, sus pieles duras, su presencia ambigua. Sus rostros lucían cansados, como inmersos en un aburrimiento que ya no tenía sentido. Los imaginé enfrascados en la repetición de una conversación ya muchas veces sostenida.
A medida que me sentí desapercibido me dejé envolver por aquel ambiente. Una gota de sudor terminó de formarse sobre mi sien y se descolgó en un hilo lento y frio. La sequé con la manga de la camisa, y junto con ella me saqué el ardor que arrastraba desde la calle, que a esa hora era un incendio despoblado. El mismo olor que en un principio me fue hostil se tornó fresco y amigable. Llené gustoso mis pulmones. Ahora me sentía relajado. El malestar inicial de mis zapatos tenis y la camisa de vivo color azul se disolvieron en la humedad de la atmósfera caliente. Sin embargo, no iba a ser tan fácil. Apenas me relajaba mucho cuando me volvió el recuerdo. Su recuerdo. Era aún muy confuso, y lo único claro era ese malestar insoportable y recurrente que me revolvía el estómago. Gloria ¡Me lleva…! Toda aquella situación era, sencillamente, una estupidez. Pero no pensaba ceder. Me había propuesto no pensar en ello; estaba ahí para olvidar. Buscando desviar mi atención, me esforcé en identificar la música que salía desde el fondo del salón, del acordeón oculto como un fantasma detrás de la cortina de humo. La vaguedad del sonido, confundido entre el rumor de las conversaciones, me hacía difícil identificar la melodía, pero no me quedó duda que se trataba de un corrido. Un hombre de voz difícil entonó unos versos que fueron celebrados por la concurrencia con gritos y manotazos sobre las mesas metálicas. Tampoco reconocí aquellos versos. Los corridos que conocí mucho tiempo antes, y que tanto me habían gustado, comenzaban ya a borrarse de mi memoria. Los años y las modas nos habían distanciado. A gloria no le gustaban, por toscos, decía ella. Los boleros, esos sí que le llegaban. A veces sin motivo comenzaba a cantarlos muy quedito con su voz suave, delgadita…
¿Otro tequila, compa?, me preguntó el cantinero sacándome la oscuridad donde yo insistía en meterme. Mejor una chela, hace calor, contesté. En su sonrisa creí percibir cierta complicidad. Dos segundos después una botella escarchada de Pacifico Humeó sobre la madera de la barra. Buen tipo, este cantinero. Me inspiraba confianza; por un momento lo percibí, casi sin darme cuenta, como mi punto de contacto con aquel mundo tan cercano y distante a la vez. Sería sin duda el dueño de aquel lugar. Lo imaginé metido desde siempre detrás de aquella barra, atendiendo bebedores de toda condición y alcance, escuchando las historias más inauditas. Sabía tratar a sus clientes, pero sobre todo tenía ángel, tenía esa simpatía. Hay gente así, como Gloria… ¡Vuelta la burra al trigo! ¡Me lleva…! Decidí darme unos segundos para cerrar el tema, encararme y reprimir mi propia cobardía. Se me ocurrió que quizá me dolía más mi incapacidad para enfrentar la situación, que el hecho de que aquel tipo, apenas llegado a la ciudad, en tan poco tiempo… No. Una estupidez. Ella no entendía. Terminaría por volver… La frase resonó en mis oídos pronunciada por mi propia voz. Ajena. Extraña. Un intenso asco recorrió mi cuerpo.
“Ahí llegó un fulano”, dijo un hombre que no vi acercarse, los codos apoyados sobre la barra, a mi lado. Vestía guayabera blanca y se dirigía al cantinero con mucha discreción. Su voz era tan dura como su olor; su actitud nerviosa. Desvié la mirada para no ser indiscreto. Giré con actitud distraída la botella entre mis manos sudadas. En esa posición puede distinguir cómo el cantinero estrechaba un vistazo experto hacia uno de los extremos de la sala. Casi de inmediato volví la mirada a los tarros que secaba mecánicamente. “Vino a jugar con Martín”, agregó el hombre, arrastrando la voz en un susurro. El cantinero adelgazó la mirada penetrando los ojos del hombre de la guayabera, que parecía esperar una respuesta. Pero la respuesta nunca llegó. La escena se sostuvo el tiempo que llevó al cantinero secar dieciséis tarros con tres giros exactos de muñeca, y se disolvió cuando el cantinero se volvió para acomodarlos en la estantería detrás de él. Me sentí descubierto. Giré lentamente hacia el extremo de la sala en cuestión. Por entre la nube de humo y voces pude distinguir a un hombre, sentado solo con un mazo de cartas entre las manos, mirada fija en algún punto perdido sobre la mesa, el rostro semioculto bajo el ala del sombrero. Éste sería Martín, y no parecía percatarse del hombre polvoriento que se acercaba a él por entre las mesas:
-Oye, Martín. ¿Nos echamos una manita de póker? Aquellas palabras penetraron mi memoria. Mi mente se detuvo deslumbrada ante el abrupto despertar de una realdad perdida. El escalofrío sacudió los rincones más empolvados de mi cuerpo, tocando las raíces olvidadas de u na anciana angustia, de una antigua turbación que en el momento no comprendí, pero que identifiqué enseguida. Lo supe: Martín diría que sí. Los dos hombres se enfrascarían en una feroz partida que iba a convertirse en aquella dramática leyenda, aquella terrible historia que nos marcó desde jóvenes, la epopeya que doblaría los corazones de hombres duros. El famoso corrido que los haría inmortales. Y yo era testigo de todo aquello. Todos lo éramos. Martín levantó la mirada luego de unos segundos, sereno, como si el tiempo le perteneciera. Pronunció aquellos versos cuyo eco percibió aún desde mi infancia, e invitó al destino a tomar asiento a su mesa. El paso estaba dado. La leyenda cobraría vida frente a mis ojos.
Incrédulo, miré alrededor. En el salón, todo aparecía como antes. Los pequeños grupos permanecían inmutables en sus metas. Sólo distinguí, por aquí y allá, tímidas miradas por encima del hombro hacia la mesa del rincón, mal iluminada y separada del resto de la cantina por una especie de halo intemporal. El evento había esperado cierta expectativa, pero era como si de pronto nadie supiera nada sobre el destino de Martín. Todos ignoraban, o fingían hacerlo, el tráfico final de la historia que acababa de desencadenarse frente a nosotros. Un grupo de niños hervía bajo el calor callejero, asomando sus caritas por una alta ventana, buscando la mesa de Martín. De alguna forma la voz se había corrido.
Martín y el recién llegado se sentaron frente a frente. Sin dirigirse la palabra iniciaron el juego, midiéndose con la mirada. Ambos parecían tranquilos. Se habrían dicho que eran un par de amigos matando el tiempo mientras pasaba la canícula. Sin embargo, en sus miradas había un brillo especial. Martín, con el sombrero puesto, el rostro inexpresivo, se concentraba en el juego. En aquella figura encontré algo familiar. Yo lo conocía, lo veía ahora y lo recordaba en los versos de aquel corrido. Tuve la sensación de que en algún momento él levantaría el rostro, me miraría directo a los ojos y saludaría con una inclinación de cabeza, como reconociendo a un antiguo amigo vecino. Sí. Era el mismo Martín. Entregado, valiente, apasionado a su manera. Plantado frente a su adversario, seguro de su deber, de su destino. Pero Martín no me reconocería. Ni a mí ni a nadie. Ajeno a aquella sofocada realidad, sus ojos registraban cada movimiento de los naipes sobre la mesa, calculaban en el aire. Su actitud mostraba una voluntad de hierro, una pasión rebelde tenía a raya con disciplina y entereza. Me era imposible no ponerme de su lado, imposible no simpatizar con aquella forma de entregarse sin reservas en un acto que él mismo eligió supremo. En mi interior se gestaba ya, alimentado por la angustia que aquella historia me causaba, por una exigencia que brotaba desde mi sangre la más espesa y caliente, un sentimiento solidario, de identificación hacia el tahúr.
Me volví con angustia hacia la barra. Sin proponérmelo busqué al cantinero, deseé ver alguna respuesta en su mirada. Pero él me miró distante y enmudeció con un mensaje que era casi de lástima. Debí hacer algún gesto. Debí abrir la boca o mirarlo con una pregunta en los ojos, pero antes de poder decir nada, él anticipó otra humeante botella oscura: “tómese otra, amigo, hoy hace un calor del demonio#. Y descartó cualquier posible dialogo. Se alejó después hacia al extremo de la barra, donde el tipo de la guayabera empequeñecería arrinconado frete a un vaso vació.
El acordeón del fondo había callado. El rumor de las voces se volvía insoportablemente monótono mientras las imágenes, las palabras, el ritmo de aquel corrido invadían mi pensamiento con una tormentosa claridad. Pude ver cómo el tiempo avanzaba sobre nosotros, pregonando sus vejaciones, escupiéndonos su desprecio, mientras las conversaciones se repetían por enésima vez en un canon monocorde e infinito. De pie y estúpidamente inmóvil, deseé desde mi más profunda voluntad que esta vez Martín venciera. No al adversario, no al juego; al destino, a su leyenda. Deseé que Martín pudiera escapar para siempre de las cartas, de la vida, de aquel corrido, del trágico final que se acercaba inexorable. Pero quien no juega no gana, y a Martín le gustaba ganar. Doblar siempre la apuesta. Martín lo sabría. En su momento, cuando sintiera el golpe de suerte, cuando tuviera una buena mano, apostaría fuerte, muy fuerte, no podía hacerlo de otra forma, y entonces… algún día tenía que terminar.
Tomé mi botella de cerveza y avancé lentamente sin saber bien hacia dónde. Crecía en mí la conciencia de que no podía permanecer ahí, de pie en medio de aquella nube agria presente y ausente, sin hacer algo por evitar la tragedia. Me aproximé con disimulo hacia el rincón donde Martín seguía concentrado en los naipes. Escuché a mis espaldas la voz del cantinero. Tuve la convicción de que se dirigía a mí, y entonces lo ignoré. De alguna forma, todo lo que me rodeaba se había convertido en cómplice del destino contra mí. Contra Martín. Tres parroquianos me miraron con desconfianza cuando me acerqué a su mesa. Sus duras pupilas me siguieron acuosas mientras pasaba junto a ellos. Su recelo me inyectó valor. Supe que estaba haciendo lo correcto. Debía ayudar a Martín. Él era incapaz de ver su situación, no podía. Todo su ser se centraba en aquella partida. En aquella mano, como en tantas otras anteriores, se concentraba su vida entera.
Comencé a creer que podía cambiar la letra de aquel corrido. Tenía ahora el valor, el tiempo, la voluntad. Ahora no podía suceder. Yo estaba ahí para prevenir a Martín. Yo no lo dejaría solo. ¿Su mujer? No. Esta opción no entraba en su código. Pero el destino no es tan honesto como Martín; guarda siempre cartas bajo la manga. Él es el traidor que tiende la trampa, acorrala, sabe que Martín no rechazará el reto. Antes, se jugará todo. Aquella idea, aquella terrible idea, sólo un as bajo la manga del destino. Martín merecía un mejor final, aun si eso significaba privar de su leyenda la posteridad. Sí, al carajo su leyenda. Al carajo también la morbosa sed de héroes de todos aquellos que fingían pasar el tiempo, mientras en realidad abandonaban a Martín, lo dejaban morir para luego comer de él como bestias carroña. Aceleraba el paso hacia la mesa del fondo, más decidido que nunca, cuando un sobrecogimiento ambiguo, un gemido seco en el pecho de Martín, el terror en sus ojos, me hicieron saber que el tiempo se me terminaba. Marín mostraba entre sus dedos su póker de reyes, aquél que a sus ojos lo autorizaba a ir más lejos de los que jamás soñó, a apostar aun después de haberse jugado todo; la tentación despiadada, la inyección de soberbia; jugarse a su esposa. En las manos de su contrincante se destapaban cuatro ases. Martín perdió todo.
Los reyes caen decapitados sobre la mesa, sobre el póker de ases y los últimos fragmentos de la vida de Martín. El descenso ondulatorio que promete un final que se retarda, que alarga el martirio. Martín en una carrera precipitada contra nadie, contra nada. Solo, él sale de la cantina, corre, busca desesperado el final. El fulano permanece inmóvil en la mesa frente a las cartas. Yo atestiguo petrificado los restos de la escena mientras recuento el detallado final que se cuela ya en el recinto, a traviesa las paredes, emerge desde el ambiente viciado, desde una voz que canta el fondo del tiempo húmedo y caliente. El silencio se puebla de veces poco a poco, en mi impotencia quiero seguir al tahúr, disuadir a Martín que fue a buscar a su esposa, Martín que sin pensarlo y jurándole amor la traerá hasta la cantina, le dirá que la quiere. Martín que jamás renunciará.
Dos siluetas aparecen en el umbral de la pequeña puerta abatible. Su sólo contorno basta para adivinar su turbación, su respirar cortado, su aliento que se apaga. Martín está de regreso. A su lado, en el lugar que debía ocupar su esposa, está Gloria. Gloria con el espanto metido en el rostro, la incomprensión tatuada en el ojo que buscan una señal, una pista. ¿Gloria? Sí, ella junto a Martín, tomada de su mano, presa de aquellos dedos crispados, Martín actuando como un loco, incapaz de enfocar la mirada en un punto filo. Gloria, ¿Qué hace aquí? Ella no me ve. No me escucha. Martín ya se dirige hacia el fulano tirando a Gloria de la muñeca. Gloria arrasada, frente al vencedor, en medio de un asfixiante silencio.
Una voz proviene de tiempos lejanos atravesó entonces la boca de Martín: “Te entrego lo que más quiero, pero te la entrego muerta…” El tahúr cambió ante mis ojos. La simpatía añeja se abrió a la decepción, el respeto se me hizo añicos y se tornó en asco, en desprecio. ¡Cobarde, pusilánime! ¡Eso es lo único que siempre has sido! Desde mi interior una lejana convicción tomo importancia. Supe lo que tenía que hacer. Noté que siempre lo había sabido. Mi sangre la más espesa y caliente nublo mi mirada y mis movimientos. No hay tiempo. El miserable de Martín podría irse al carajo con su heroísmo y su mito de tahúr honorable, ¡podía irse con todo y corrido a la mierda! Martín miraba ya a Gloria a los ojos, revólver en mano, respirando como un huracán. De un salto me metí entre ellos, aparté a Gloria y me planté frente al cañón de la pistola que el tahúr sostenía ahora firme a la altura de mi entrecejo. Él me miró sin sorpresa, como si me estuviera esperando. En la inmovilidad de su rostro surgió como un presagio una mínima mueca, un esbozo de sonrisa. Vi el vació de sus ojos repetirse en el pulso del su brazo, avanzar hacia su mano, alcanzar el dedo índice que acariciaba suavemente el gatillo del revólver. Supe que tenía que matarlo. Decidido a acabar con el tahúr, saqué la mano de aquel tiempo glamoroso y la llevé instintivamente a la cintura para tomar mi pistola… pero no la encontré.
Junto a la nube de tabaco y el polvo, lo único que ahora puebla el recinto es el humo de dos fogonazos. Detrás de ellos, los últimos ecos del acordeón agonizan. Larga, pesadamente, exhalan el final de un corrido que nunca más escuche.
Si te gustan los Artículos Compártelos y Sígueme.
Dos siluetas aparecen en el umbral de la pequeña puerta abatible. Su sólo contorno basta para adivinar su turbación, su respirar cortado, su aliento que se apaga. Martín está de regreso. A su lado, en el lugar que debía ocupar su esposa, está Gloria. Gloria con el espanto metido en el rostro, la incomprensión tatuada en el ojo que buscan una señal, una pista. ¿Gloria? Sí, ella junto a Martín, tomada de su mano, presa de aquellos dedos crispados, Martín actuando como un loco, incapaz de enfocar la mirada en un punto filo. Gloria, ¿Qué hace aquí? Ella no me ve. No me escucha. Martín ya se dirige hacia el fulano tirando a Gloria de la muñeca. Gloria arrasada, frente al vencedor, en medio de un asfixiante silencio.
Una voz proviene de tiempos lejanos atravesó entonces la boca de Martín: “Te entrego lo que más quiero, pero te la entrego muerta…” El tahúr cambió ante mis ojos. La simpatía añeja se abrió a la decepción, el respeto se me hizo añicos y se tornó en asco, en desprecio. ¡Cobarde, pusilánime! ¡Eso es lo único que siempre has sido! Desde mi interior una lejana convicción tomo importancia. Supe lo que tenía que hacer. Noté que siempre lo había sabido. Mi sangre la más espesa y caliente nublo mi mirada y mis movimientos. No hay tiempo. El miserable de Martín podría irse al carajo con su heroísmo y su mito de tahúr honorable, ¡podía irse con todo y corrido a la mierda! Martín miraba ya a Gloria a los ojos, revólver en mano, respirando como un huracán. De un salto me metí entre ellos, aparté a Gloria y me planté frente al cañón de la pistola que el tahúr sostenía ahora firme a la altura de mi entrecejo. Él me miró sin sorpresa, como si me estuviera esperando. En la inmovilidad de su rostro surgió como un presagio una mínima mueca, un esbozo de sonrisa. Vi el vació de sus ojos repetirse en el pulso del su brazo, avanzar hacia su mano, alcanzar el dedo índice que acariciaba suavemente el gatillo del revólver. Supe que tenía que matarlo. Decidido a acabar con el tahúr, saqué la mano de aquel tiempo glamoroso y la llevé instintivamente a la cintura para tomar mi pistola… pero no la encontré.
Junto a la nube de tabaco y el polvo, lo único que ahora puebla el recinto es el humo de dos fogonazos. Detrás de ellos, los últimos ecos del acordeón agonizan. Larga, pesadamente, exhalan el final de un corrido que nunca más escuche.
Si te gustan los Artículos Compártelos y Sígueme.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario